Hoy te traigo un cuento que puede ayudar a los adolescentes enamorados que han sufrido una ruptura. Cuando acabes el cuento tienes unas preguntas para reflexionar sobre el tema y pensar cómo seguir adelante aprendiendo de la experiencia.
«La mujer en la carretera» de Loladespertares
¡RING! Sonaba el timbre que indicaba que tocaba salir al patio a jugar. Rosa salía la primera. Sus piernas delgaduchas y largas como las de una cigüeña eran las primeras en pisar el recreo. Mientras saltaba a la goma que ya había atado a un poste y a su fiel amiga María, miraba de soslayo la puerta para ver a Rubén, el gran amor de sus diez tiernos años.
Rubén era dos años más pequeño y su mirada no alcanzaba mas que a sus compañeros de fútbol. Las chicas eran, de momento, un planeta muy lejano. El corazón de Rosa había venido a amar, aunque su alma no había elegido el mejor entorno. Un barrio de clase media donde las paredes se chivaban de todas las discusiones.
Aún así, le encantaba imaginar qué sentiría si aquel chico sensible y dulce le rozaba la mano. Durante dos años el mejor aliciente de Rosa para ir a la escuela era ver a Rubén y girarse ante los de su clase que eran más reales aunque un poco brutos.
Tanto repitió esta forma de seducir que se lo aprendió como el que se abrocha los cordones sin mirarlos. En el instituto observaba a los chicos a su alrededor y si le gustaba alguno, miraba para otro lado como si no le interesara, esperando que se fijara en aquella chica misteriosa. Era difícil que se dieran cuenta, de hecho más de uno tuvo que investigar a través de sus amigas, si ella sentía algo.
A los 18 años se sacó el carnet y en aquel momento empezó su camino. La carretera era su hogar. Vivía dejándose sorprender por el destino. A veces estaba lloviendo a mares y al cruzar un túnel lucía el sol. Entonces se desviaba del trayecto y, en el pueblo más cercano, se tomaba un café. Allí se encontró con Juan.
Era un hombre de mirada firme. Nada de observar a derecha o a izquierda. Él buscaba los ojos de las mujeres y clavaba los suyos y, una vez había entrado, era imposible echarlos. Juan se subió a su Seat 127 blanco y compartió el primer tramo del camino. Hacían el amor como locos en los asientos traseros, se bañaban a la luz de la luna en los mares del sur…hasta que aquel hombre empezó a notar que quería algo más, un trocito de tierra donde aparcar y plantar unos tomates.
A Rosa, en cambio, le apetecía seguir viaje. Dejaron de usar el asiento trasero y una mañana la mujer detuvo el coche y le pidió que se bajara. Juan sentía un inmenso dolor en el corazón. Abrió la puerta, le dio un largo beso recordando los primeros y se bajó. Antes de ver como el coche seguía carretera adelante, Juan abrió el maletero y le dejó un regalo.
Rosa podía ver alguna marca de su paso en los asientos pero no miraba. Ella siempre miraba hacia delante, la carretera siempre continuaba hacia algún lugar.
Cruzó toda Italia, de norte a sur, y se embarcó en Bari, un pueblecito tranquilo del sur donde la gente caminaba sin prisa. Cuando desembarcó en la costa turca un nuevo mundo la fascinó. Allí no conducían como en Europa, era la ley del más fuerte. No se miraba por los espejos retrovisores, se oían los pitidos y se agudizaban los sentidos para intuir si venían por la derecha o por la izquierda.
Ella estaba encantada con tanto movimiento, con tantos olores y sabores nuevos y decidió seguir rumbo a Siria. Cuando cruzó Alepo su corazón se puso a bailar al ritmo del Dabke, un baile típico de la región en el que los pies danzan alegres persiguiendo el darbuka, el laúd y los gritos alegres de las mujeres. Se bajó en Damasco y decidió ir detrás de unos pies alegres que prometían una buena danza.
Mahmud se subió al coche. Era alegre y parlanchín, se sabía las historias de cada uno de los rincones de su país. Bajaron hasta Petra y soñaron con las montañas de colores y la civilización Nabatea. Recorrieron las mil y una noches en el desierto, bajo la tienda de los beduinos de Palmira. Hicieron planes y volaron juntos a un futuro lleno de sueños…pero los ojos de Mahmud eran saltarines como sus pies. No se clavaban en una sola mujer, sino que saltaban de unos ojos a otros igual que sus piernas se elevaban del suelo en un enorme salto cuando el baile lo precisaba.
Una noche Mahmud no volvió. Había dejado un par de regalos en el maletero. Rosa partió su corazón en varios pedazos, cogió un trocito y lo enterró en aquel lugar. Luego cerró la puerta del copiloto con el seguro y arrancó el coche. Allí estaba la carretera, esperándola.
Esta vez decidió volver al mundo conocido, Europa. Empezó por Grecia, los Balcanes. La herida del corazón no había cicatrizado aún y el seguro seguía echado. Entonces se paró en Rovinj, en la península de Istria. Entró en Santa Eufemia, una iglesia acogedora desde donde olía el mar, y le pidió a Dios que la ayudara a seguir el camino en paz. Dos bancos por detrás, un hombre sabio en medicina, reconoció su herida. Se dio cuenta de que era parecida a la que él había experimentado hace años y la llamó:
–Perdona, ¿puedo ayudarte?, sé de artes curativas– recitó calladamente en el templo.
Rosa lo miró de soslayo, como cuando era una niña en el patio del colegio y sintió latir su corazón de nuevo. Alguien quería cuidarla y eso estaba bien. Levantó el seguro del coche y le pidió que entrara. Volvió a sentir la pasión, esta vez tumbada en la playa o en el capó de coche. Volvió a reír y a mirar de frente hasta que llegaron a un cruce de caminos. El médico quería quedarse allí. Ella quería avanzar, coger el camino de la derecha o el de la izquierda y seguir el viaje. El hombre abrió la puerta, dejó su regalo en el maletero y volvió por donde había venido sin mirar atrás. Rosa lo contemplaba alejarse por el retrovisor.
Fueron pasando los años. Ella vivió en algún lugar durante un tiempo y luego cambiaba. Los hombres se subían a su coche, pasaban un tiempo y luego se bajaban. Cada uno fue dejando su aroma, una huella en el interior del vehículo y un regalo en el maletero.
Un día, cuando Rosa había decido pasar el resto del viaje sola, empezó a oír un ruido que provenía de la parte trasera del vehículo. Cuál sería su sorpresa al ver que un hombre se escondía allí, agazapado.
–¿Quién eres?, ¿qué haces aquí?–le preguntó Rosa algo enfadada.
–No lo sé, creo que he ido creciendo aquí, con cada regalo que iban depositando los hombres. Soy fruto de la mirada sincera de Juan, de la alegría de Mahmud, del cuidado del médico, de la pasión de José y de la espiritualidad de Paolo…soy el resultado de todos los regalos que te han ido dejando cada uno de esos hombres que compartieron tu coche y tu camino. He venido a quedarme contigo…ya no estarás sola nunca, porque todo lo que has aprendido desde el amor está dentro de mí–.
Rosa lloraba sin lágrimas, reía sin sonido y sentía todo su cuerpo vibrar. Por fin, alguien con quien compartir el resto del camino, o por lo menos, el siguiente tramo.
Cuestiones para reflexionar.
Cuento para adolescentes con el corazón roto
¿Qué crees que te aporta una relación?
¿Cuántas veces te has enamorado? ¿Qué te atrajo de esa persona?
¿Qué te permites en pareja que no te permites cuando estás sol@?
¿Cómo te sentiste tras la separación? ¿Qué te constaste de ti y de la otra persona?
¿Qué se llevó y qué te dejó? (busca algo positivo también)
¿Qué aprendiste de ti? ¿Cómo te va a ayudar a mejorar la próxima vez?
Espero que te sirva. Un gran abrazo.