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cuentos mujeres

Estos cuentos nacen de mis vísceras, de mi dolor y de mi creatividad. Creo que mi cerebro encontró la manera de expresar mis necesidades y mis deseos a través de las palabras, de los símbolos, de las historias.

Cuando vivía en Siria cada mujer me inspiraba. La observaba muy fijamente, escuchaba su tono de voz, seguía sus movimientos, sus pequeños gestos que la convertían en un ser único y en mi mente brotaba un cuento. Ocurría igual que la naturaleza nos ofrece un manantial en la montaña. Puedes ver el agua salir de los recobecos de una roca o aparecer de la superficie de la tierra. De fondo hay aguas venidas de la lluvia, de la nieve que han recorrido caminos, se han filtrado, se han enfrentado a desafíos y ahí está.

Hoy te ofrezco este cuento, que pertenece a mi libro «La saga de las mujeres libélula» y que puedes conseguir aquí.

LA VENDEDORA DE SUEÑOS

Ésta es la historia de una vendedora de sueños. Si te preguntas qué profesión es ésta, cuánto se gana, te puedo responder con una sola palabra, FELICIDAD. Ser vendedora de ilusiones quiere decir vida, libertad, sonrisas, llantos, emociones…así vivía yo mi existencia; un sueño para un aburrido, una locura para un cuerdo, una esperanza para un desesperado. Alrededor de mí crecía una inmensa red de aliados al mundo de la fantasía. Nada se perdía. Si lo soñado se hacía realidad, todos disfrutábamos y si, por el contrario, nunca ocurría, aquellos momentos de ensoñación quedaban ahí, en el baúl de la irrealidad creada, que con el tiempo, siembra la duda de si realmente ocurrió o no.

Yo era la pequeña vendedora de sueños que día a día se enfrentaba al ocaso de seres lóbregos. Creaba sueños de una mirada, de un roce, de un sonido que formaban parte de mi colección de recursos. Un amanecer de primavera perdí el saco donde guardaba las ilusiones. No me quedaba ninguna. Salí de casa y comencé a caminar por calles llenas de hombres y mujeres que se sentían solos. Seres monótonos que se cruzaban con la mirada perdida en el suelo. Tierra llena de barro y piedras, asiento de numerosos niños con los ojos vacíos de fantasía, de esperanza y de inocencia. La realidad se extendía ante mi paso cruda y altiva, desafiándome por haber intentado escapar de ella a través del alto vuelo de la imaginación.

-Nadie escapa del castigo impuesto por Dios a los hombres al principio de la creación- bramaba la cruda realidad. Yo no conocía a ese Dios. El mío estaba lleno de amor y compasión, de justicia y sabiduría. Intentaba no escuchar. Cerré los ojos y forcé mi mente, nada…sólo oscuridad, me había quedado vacía de esperanza y no podía más que vender humo, datos o mentiras.

-Si yo no me siento llena de amor, ilusión y fe, ¿qué voy a dar?. Si mi nevera está vacía, ¿a quién voy a alimentar? Todo parecía dar vueltas en mi cabeza. Preguntas sin contestar; quién soy, a dónde voy con esta herida…De repente, una idea invadió mi mente, ¡HUIR!. Huir hacia el exterior de mi interior vacío. Cogí el coche y comencé a conducir. Desde Damasco hasta Alepo y luego, quién sabe, más allá. Me dirigía en dirección al norte, hacia aquellas montañas que delimitaban pueblos, mentes, seres humanos…Mi mirada divagaba entre los árboles vencidos por el azote del viento, entre las bolsas de plástico que sobrevolaban campos sembrados.

Abrí la ventana del coche para dejar paso al olor que se enredaba en mi nariz provocándome un recuerdo apenas lejano. Ese recuerdo me llevó a mi infancia. Pinos con sabor a limpio, limpio con perfume a inocencia. Las nubes eran cada vez más espinosas y el paisaje empezó a cambiar. Alrededor crecían ruinas antiguas, quizás romanas, llenas de verde musgo que parecían acorralarme. Allí, un poco mas arriba divisé una montaña madre que acunaba un pequeño pueblo entre sus brazos. Era parte de ella, construcciones emergían de sus entrañas. El mismo color, la misma forma. Me dejé llevar por su llamada. Me atraía sin que pudiera rechazarla.

Al llegar recordé que allí vivía un hombre al que conocí hace tiempo. Personaje al que vendí la ilusión de haber renacido poetas muertos entre sus labios. Pregunté a la gente del pueblo. Un hombre vestido con una galabiya gris hasta los pies, rubio como la nieve, me condujo hasta su casa. Al entrar en aquel refugio rodeado de árboles sentí una paz indescriptible. Siguiendo la tradición del arte islámico, fuera sobriedad y dentro un vergel exótico y relajante. Apenas lo conocía pero su voz, su gesto y su mirada me hacían sentirme tranquila. Me condujo a un cuarto en la segunda planta tras saludarme, para que descansara antes de la cena, sin apenas preguntarme nada. -¡Ahlan wa Sahlan!- bienvenida, ésa fue la única palabra. Supongo que su intuición bien desarrollada pudo ver la flecha que atravesaba mi corazón.

Habían pasado un par de horas cuando entré en el salón. Me di cuenta de que mis manos, se volvían a cruzar entre mis piernas, sin temblores, sin jugar con objetos, apaciblemente serenas. Poco a poco empezó a aparecer gente a la gran mesa del salón .Las hijas, su mujer que con tono alegre y melódico me saludaron y me dieron la bienvenida, gesto muy apreciado en la cultura árabe.

Los viernes, se reunían algunos personajes ilustres del pueblo para hablar de libros, de arte, de música. La mesa se empezó a estirar como por arte de magia para dar cabida a suculentos platos. Tabbulleh, ensalada del mas verde perejil; humus, suave crema de garbanzos; patatas; palitos de zanahoria y pepino aderezados con limón; carne guisada; makdús, berenjenas enanas rellenas de pimientos rojo, ajo y nueces. Mis glándulas salivares empezaron a segregar todo tipo de jugos, mientras mis ojos observaban a los otros comensales que habían ido apareciendo como por arte de magia.

De pronto alguien acarició un laúd. Una mujer cerró los ojos y su garganta emitió los sonidos más tristes que nunca había escuchado, palabra de separación, de dolor, de luchas. El Arak y el vino dulzón hecho a mano empezó a regar nuestras gargantas que se iban sumando con palmas y zalgutas (el grito árabe) acompañando al viejo laúd. Sin saber cómo, me vi envuelta en un círculo sin espacio ni tiempo.

Las emociones salían del interior de aquellos cuerpos: puros, salvajes, sin miedo. La tristeza, la impotencia, la rabia, la alegría y el amor bailaban entre nosotros . Entonces sentí que de mi interior emanaba una fuerza creativa, un fuego antes extinguido y empecé a cantar. Todos me pidieron que expresara en mi idioma aquel poema, aquel dolor, aquella historia. Cerré los ojos y de mi corazón se liberó todo lo que había encerrado durante años a través del sonido y de una escala de menores. Lloraba con tanta fuerza que nadie entendía si el quejido era palabra o la palabra quejido. Pocos conocían mi idioma pero en el alma no hay diferencias y, cuando abrí los ojos, sus miradas me abrazaron.

Por la mañana cogí una pluma y una hoja en blanco y me entregué a ella garabateando mis pensamientos. De pronto, un cuento nació. La vendedora de sueños había conseguido volver a llenar aquel saco de ilusión y de esperanza. Aprendí que cuando inhalas sin haber soltado primero todo el aire, empiezas a ahogarte. Y llegó el otoño, dejando caer la primera hoja.

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