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cuento para chicas adolescentes

La mujer niña de Loladespertares.

Y en primavera todo olía a jazmines. El aire se llevaba el perfume de las flores que, mezclado con el polvo, se instalaba en su nariz, provocando una especie de cosquilleo agradable, oloroso.

En su tierra, lo árboles erguidos se plantaban cara al viento. Aquella corriente continua los azotaba probando su fuerza, ¿tierra o aire? ,eterna batalla. Pero los árboles tumbados, casi rozando el suelo, dejaban sus ramas libres flotando en la dirección de la brisa. En aquella tierra, las piedras grises estaban bañadas con tierra roja. El horizonte era inabarcable, los cielos azules reflejaban el mar que se extiendía no muy lejos y del que solo llegaba un tenue olor a sal que se colgaba en la piel.


Lo que más recordaba de su infancia la mujer niña, era aquella manera tan extraña que su madre tenía de inflarse y desinflarse como un globo. Como esos globos de colores que traía su padre cuando, volando por encima de los campos, desaparecía más allá de las montañas protectoras y vigilantes que ella imaginaba infinitas.


Sus hermanos y la mujer niña jugaban a tener su propia familia e inflaban los globos de colores que colocaban en la parte inferior de su diminuto vientre. Cuando el globo de su madre se desinflaba, mamá reía, papá rezaba y una voz aguda y chillona lloraba. Entonces su padre les decía:
-Vuestro nuevo hermano se llama Muhammad o Táreq o Husain.
La mujer niña, Laila, que así se llamaba, permanecía muda, aturdida y silenciosa porque no entendía que el globo de mamá siempre guardara sorpresas y el suyo no.

Después del anunciamiento, su padre se daba la vuelta desapareciendo tras la cortina que separaba las habitaciones, mientras la niña, muda, seguía moviendo con el pie la cuna de su hermano pequeño.

Cuando el patriarca se marchaba a trabajar a la ciudad, su madre lloraba y se despedían tristes. En cambio, Laila y sus hermanos se alegraban por los regalos que traería a su regreso, globos, dulces, lápices de colores…

Durante su ausencia, los niños escapaban a su refugio mágico. Era una pradera inmensa llena de bolsas de plástico que llegaban desde el cielo o aparecían en la tierra desierta. A lo lejos, podían ver una enorme carretera de piedras que comenzaba detrás del horizonte y terminaba en el mar cortada por las vías del tren. Hierro y piedra. Decía su profesor, que aquel camino, tantas veces pisoteado por los niños, era una calzada romana.

Lo primero que hacían al llegar era contar cuántas bolsas había. Siempre ganaban las blancas. La luz, esa luz brillante y cegadora que se concentraba solo allí, en ese país lejano, es ese pueblo, encima de sus cabezas, se reflejaba sobre las bolsas blancas creando espejismos; tesoros, perlas en un mar de hierba que se enganchaban en las pupilas de los viajeros que atravesaban la llanura en tren. Cuando sonaba el silbato, corrían al lado de las grandes líneas de hierro en las cuales habían escrito sus nombres. Layla se ocupaba de que mantuvieran la distancia para que no les pasara nada. Era su deber como hermana mayor, cuidar de todos. Creían que la gente que viajaba en aquel extraño artefacto se llevaría un poquito de ellos detrás de las montañas. Siempre había alguien que los saludaba o los miraba fijamente atraídos por sus vestidos coloridos. Por unos instantes, los ojos de Layla se unían a los de alguna pasajera y su espíritu huía a la gran ciudad donde su papá la esperaba. Le regalaba globos y chucherías y la montaba en una enorme noria volviendo a ser niña…Entonces su hermano más pequeño le tiraba del vestido:

-Layla, es hora de volver a casa, tengo hambre. Y despertaba rodeada de su campo lleno de bolsas mágicas.

Un día su padre no regresó y su madre no se infló más. Todos lloraban y ellos, encerrados en la habitación más alejada de la casa, no entendían nada. Su pequeña casa gris que había visto levantarse bloque a bloque desde la habitación de sus abuelos, se llenó de los llantos callados de su madre, de los gritos de su abuela, de las advertencias de sus tíos…

Por las tardes, encendían la tele y se tiraban al suelo mirando aquel cuadrado aparato que no paraba de hacer ruido. Había llegado la nieve. Poco a poco su madre se deshinchaba más y ellos también. Su hermano pequeño le soplaba en la oreja intentando que el cuerpo de Layla aumentara de volumen aunque era inútil porque su padre ya no estaba en casa y ella estaba pinchada.

Unos meses más tarde su madre enfermó y toda la familia llenó la casa. El médico había entrado en su habitación y al salir, su mirada dejó a la mujer niña helada. Solo pudo consolarla el calor de su abuela al abrazarla. El olor de sus grandes pechos que presionaban su nariz y sus ojos que solo podían ver el dibujo de su desgastada galabiya. Layla y sus hermanos se asfixiaban y lo único que querían era irse a su refugio. Salieron corriendo a su campo de bolsas y empezaron su ritual.

– Sesenta y una negras y cincuenta blancas. Esta vez ganaban las bolsas negras.

El viento se había detenido, las bolsas descansaban sobre la tierra o sobre los arbustos, en paz. Layla y sus hermanos se miraron esperando a que pasara el tren para irse muy lejos con su mente. Al amanecer un olor a jazmín se mezcló con el polvo y los arrastró muy lejos. La primavera comenzaba a romper las capas de hielo y Layla suspiró por última vez como una niña.

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